Cuando Juan Antonio Fernández Santarén se planteó la tarea monumental de editar el epistolario de Santiago Ramón y Cajal, su mayor perplejidad era que, a casi 80 años de la muerte del Nobel, nadie hubiera tenido antes esa iniciativa, y que el material ni siquiera se hubiera inventariado hasta 2008. Mal podía imaginar lo que se le venía encima: una historia truculenta de expolio, negligencia y desidia que ha destruido un patrimonio histórico esencial, el legado del científico español más importante de todos los tiempos. Santarén ha logrado rescatar 3.510 cartas enviadas o recibidas por Cajal, pero estima que faltan otras 12.000, incluidas seguramente las más valiosas. ¿Dónde están? He aquí el misterio de las 12.000 cartas. Agárrense.

La mayor parte de las cartas que se conservan, de hecho, no están donde deberían, sino en la Biblioteca Nacional de Madrid. ¿Cómo llegaron allí? Santarén lo averiguó en un brillante trabajo detectivesco. Las cartas fueron sustraídas del Instituto Cajal del CSIC en 1976 y ofrecidas a una librería de viejo del centro de Madrid, la de Luis Bardón en la plaza de San Martín.
Bardón no dudó en comprarlas, como parece lógico, pero tuvo el atino de ofrecérselas a la Biblioteca Nacional, que las adquirió el 14 de diciembre de ese año. Esta institución no se molestó en denunciar unos hechos tan extraños, pero al menos ha conservado el material en perfecto estado. No puede decirse lo mismo de su depositario legal, que es el Instituto Cajal del CSIC.
El CSIC está históricamente adscrito al Ministerio de Ciencia –o a la secretaría de Estado que ocupe su lugar en los tiempos de recortes—, y la Biblioteca Nacional es parte esencial del Ministerio de Cultura. “Salvando las distancias”, dice con sorna Santarén, “¿alguien entendería que robaran Las Meninas del Museo del Prado y se las vendieran al Reina Sofía?”. Pues eso es lo que ha pasado con las cartas de Cajal, sin que nadie haya pestañeado, no hablemos ya de asumir responsabilidades. Ni de devolver el dinero.

Cajal también se escribía con Rafael Lorente de No, uno de sus discípulos ,, y su epistolario no solo habla de ciencia: en 1934 escribió a Justo Gómez Ocerín, embajador de España en el Vaticano, para que interviniese a favor de un colega italiano, Giuseppe Levi, que entonces tenía muchos problemas por su origen judío y porque un hijo suyo había sido acusado de difundir propaganda socialista. "Sería una desgracia para la ciencia italiana", dice la carta (imagen superior), "el que, por una equivocación o por sospechas inconsistentes, fuera desterrado dicho sabio de su patria, cortando bruscamente una gloriosa carrera científica. ¿No podría usted hacer algo a favor de doctor Levi, cargado de años y de laureles y sin otras aspiraciones que seguir trabajando por el enaltecimiento de la ciencia italiana?" Su intervención tuvo éxito: poco después, el científico italiano era liberado.
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